domingo, 18 de enero de 2009

FRANCISCO IGARTUA - EDITORIAL - RECORDANDO AL CABO AUSTRIACO

ALGUNAS llamadas telefónicas y más de una carta me han hecho saber que hay lectores insatisfechos con mi última nota editorial. Por lo general, los quejosos coinciden en que he debido extenderme para ser más explícito y esclarecer mejor mis puntos de vista. Y en esto creo que se equivocan. La falta de claridad y algunas confusiones, a mi entender, no son culpa de lo reducido del espacio empleado sino de no haber logrado yo sintetizar debidamente mi pensamiento. El apuro por los trajines de una semana intensa, con las nuevas y macabras revelaciones de cómo se ejecutan los crímenes estilo La Cantuta, hicieron que más bien me excediera en extensión y cayera no sólo en oscuridades sino en algunos gazapos.

Esta penosa circunstancia, que apuró mi redacción, servirá, sin embargo, para insistir sobre el tema y puntualizar mi posición sobre un momento político que poco o nada tiene que ver con un referendo cuyo resultado se conoce de antemano y que no enfoca ni resuelve el problema principal del país: que es el de la ilegitimidad del régimen y de la manera arbitraria como se está gobernando. Se actúa no sólo sin ánimo de buscar consenso sino con desprecio a la opinión de los gobernados y a las instituciones nacionales que no sean las castrenses. Como dijo un arequipeño hace unos días en la televisión: hemos vuelto a los tiempos en que el gobierno se reduce, igual que con Leguía y Odría, al presidente y a sus allegados.

El golpe militar del 5 de abril de 1992 violó la Constitución y quebrantó el orden jurídico de la República. O sea –repito– estableció un régimen de pura ilegitimidad. Ilegitimidad que no puede ser fuente de legitimidad y mucho menos en beneficio del violador de la ley. Un escollo ético y jurídico insalvable. Por más elecciones, referendos y consultas populares que se realicen y gane el gobierno. El ejemplo de Hitler y Mussolini, por haber tenido alcances universales, es categórico al respecto y por eso lo uso con insistencia. Estos dos dictadores estuvieron durante años arrullados por un respaldo popular que daba envidia a los políticos de su tiempo y sus victorias electorales fueron arrolladoras, desbordantes. Pero, a pesar de estar coronados por los votos y envueltos en el frenesí popular, fueron dictaduras, una más infame que la otra. No hay, pues, duda. La violación constitucional, y tanto el nazismo como el fascismo lo fueron, es un delito que no se borra con votos, con esa entrega del alma femenina de las multitudes a la virilidad del líder, según pensamiento de Benito Mussolini. Y si es delito la violación constitucional, legitimar al violador es premiar el delito. Es dictarle al pueblo la peor lección de cultura cívica que podría dársele. Es como si a un pueblo acostumbrado a burlarse de la ley -quien sabe el peor de los defectos peruanos-lo alentáramos a entender que la ley se hace para trasgredirla, para hacer burla de ella.

Pero "¿y los resultados?", nos replican algunos, añadiendo: "El país era un caos, veníamos hacia abajo desde hace más de cincuenta años, el terrorismo se hacía fuerte. Y ahora hay orden, no hay privilegios, la economía mejora, se acabó con Abimael Guzmán, hay disciplina". Naturalmente que si se entiende por buen gobierno poner orden y hacer negocios, no es malo lo que se hace hoy en el Perú de Fujimori, aunque mucho mejor fue lo que se hizo en la Alemania de Hitler. Allí se había desatado la anarquía y la clase política tradicional parecía impotente para detener al comunismo. La inflación alcanzaba cifras siderales, records que ni el Perú ni Bolivia han logrado batir. El desempleo y el hambre abrumaban a la nación, mientras que la deuda de la derrota del 18 pesaba más que la suma completa del endeudamiento latinoamericano. Todo aquel desastre lo corrigió Hitler en menos de dos años: dejando a los empresarios hacer negocios y obligándolos a no meterse en política. Así transformó a Alemania en una potencia europea y mundial. Los alemanes, no todos, se le rindieron a los pies. Hubo algunos, muy pocos eso sí, que se resistieron, que no se hicieron cómplices de las abominaciones de la política nazi ni del exterminio del excedente poblacional, compuesto de judíos y opositores indeseables. Lo mismo ocurrió en Italia aunque sin los apocalípticos excesos alemanes. Y también allí hubo gente que no se plegó a la operática resurrección del Imperio Romano del Duce. En los dos casos, esas minorías salvaron el valor humano de esos pueblos y fueron la simiente de la recuperación democrática del mundo occidental.

¿Por qué aquí no podrá haber gente que no esté dispuesta a cambiar las posibilidades democráticas de este país por un Nuevo Perú que ya hemos probado -todavía hay quienes recuerdan la amarga Nueva Patria de Leguía- con las mil y una autocracias que han precedido a la de Fujimori y que nada bueno añadieron a las tradiciones patrias?. Más todavía cuando aquellos 'resultados' -que no son ni siquiera sombra de lo realizado por Hitler y Mussolini- están lejos de consolidarse y hay fallos en el tan celebrado programa económico que aterran por el 'embalse' gigantesco de desempleo, miseria, resentimiento, frustraciones que, en la clase media y en el pueblo mediano, se podría estar acumulando y a quien se sonría por la comparación que hago de las monstruosidades nazis con el autoritarismo fujimorista le responderé que hay, claro está, distancias entre una y otra autocracia; pero que se pueden hallar parecidos y comparaciones sorprendentes en los testimonios grabados en el casete que difundió OIGA la semana pasada -testimonios de militares- y en la pavorosa experiencia sufrida por el concejal de Magdalena, señor Pedro Cenas, quien fue espectacularmente secuestrado y sicológicamente dañado por elementos cuyos disfraces han dejado evidencia de pertenecer a las brigadas de represión del régimen fujimorista.

Es indiscutible que el Perú que nos dejó Alan García fue un campo yermo, desolado, y que los males acumulados venían de años atrás. Pero hacer del pasado un solo paquete, en el que Fujimori se ensaña llamándolo 'tradicional' y estirándolo hasta los inicios del Virreinato y la República, es ya falta de información histórica, de ignorancia, de incapacidad de análisis, de politiquería chicha. Los últimos cincuenta años, que no son, políticamente, otra cosa que continuos y diversos intentos nacionales por superar el trauma político que significó el oncenio de Leguía, cuya obra pública no curó el mal que su Patria Nueva le hizo a la República, destruyendo nuestra incipiente democracia y corrompiendo nuestras instituciones, tampoco pueden colocarse en un solo saco. Corresponde, como ya dije, a circunstancias internas y externas, ajenas a los regímenes de turno, que pesaron mucho en cada una de esas etapas. El primer gobierno de Belaunde obedeció a la necesidad de modernizar el país sin las violencias contra "el pasado vergonzoso" que entonaba la marsellesa aprista y preconizaba el marxismo. Pero modernidad en esa época significaba liquidación de la Caja de Depósitos y Consignaciones, Reforma Agraria -sobrevivía el feudalismo en gran parte del campo-, también tributación por las acciones al portador. .. Sin embargo, al Ejército y a muchos jóvenes ilusos nos pareció que lo hecho no fue bastante y para apurar esa modernidad de la época, las FF.AA. violaron el orden constitucional y establecieron una revolución que puso al país patas arriba, haciendo del Estado una enorme vaca lechera. La tímida reforma agraria que con suma cautela había iniciado Belaunde se cambio por un ciclón que hasta hoy tiene asolado al agro peruano. Era la irrupción victoriosa no sólo de las tendencias socialistas que dominaban el mundo y que lograron infiltrarse entre los militares peruanos, sino también de las ideas progresistas de muchos demócratas y de agentes del gobierno norteamericano como Luigi Einaudi.

La “revolución” militar en casi todos sus aspectos fue un desastre, pero sí movilizó a la sociedad peruana y cambió la mentalidad del pueblo. Fenómeno que no entendieron los partidos políticos al recobrar el poder. Fue una recuperación democrática muy lenta, orquestada por una dictadura militar que fue soltando las riendas poco a poco y que dejó una organización laboral y popular totalmente infiltrada de marxistas. Era época en que el comunismo parecía más fuerte que nunca y se preocupaba en movilizar y solventar a sus huestes internacionales. Juzgar esos años con los ojos de hoy, sin tomar en cuenta el significado y las consecuencias de la caída del muro de Berlín, es estar ciego para la lectura de la historia.

Lo de Alan García es una anécdota, una bohemia aventura de un irresponsable músico callejero de París que, por arte del disparate, llegó a la presidencia. Aunque, por desgracia; los protagonistas de la aventura no estuvieron reducidos a los miembros de un grupo despreocupado de errantes trovadores sino que abarcó a todo un pueblo, al que dejó en la ruina. La anécdota resultó una tragedia nacional, que unos pocos advertimos al inicio de la aventura de Alan García, sin ser escuchados, mientras que muchísimos lo aplaudían embobados por el oropel de su oratoria. No añadiré que entre esos muchísimos aplaudidores se encontraban más de uno de los ahora entusiastas partidarios de Fujimori, porque el añadido sería abuso argumental sobre el despiste de nuestra “clase dirigente”.

Sin embargo, así como la inicua paz de Versalles y la incapacidad de la clase política alemana para resolver los problemas creados por la República de Weimar, jamás lograrán justificar la dictadura nazi –no hablo de la etapa bélica sino de los años 33 al 39-, el desastre aprista y las agitadas décadas precedentes a él, nunca legitimarán ni harán soportable la autocracia fujimorista, no menos informal y chicha por la presencia empresarial en el gabinete. No hay que olvidar que el aristócrata Von Papen fue la celestina del cabo austriaco.

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