lunes, 8 de junio de 2009

FRANCISCO IGARTUA – EDITORIAL – Cediendo la palabra a un argentino – Revista Oiga 12/06/1995

¿Qué decir viendo lo que ocurre a nuestro alrededor? ¿Cómo no quedar anonadados observando al Parlamento autolimitar sus prerrogativas en beneficio del señor presidente, haciendo exactamente lo mismo -guardando las distancias-que hizo el Parlamento alemán con Hitler? Y no se me replique que pronto jurará un nuevo Congreso, por­que lo que viene es exactamente el mismo CCD, corregido y aumentado en genu­flexiones al Ejecutivo.

-Porque así lo ha querido la voluntad del pueblo -responderán muchos-.

Lo que es cierto. Pero no olvidemos que la voz de la mayoría no es la verdad suprema. No es la voz de Dios. Ni siquie­ra es lo esencial de la democracia. Para Que un gobierno elegido popularmente sea una auténtica democracia deberá añadir a esa legítima credencial dada por los votos, el aliento a la pluralidad y el respeto a las minorías, el fortalecimiento de las instituciones y el acatamiento al orden jurídico preestablecido, reforma­ble no en función de los apetitos del gobernante sino de las necesidades de las mayorías y con normas a futuro cuando se trata de ampliar mandatos.

¿Cómo expresar nuestro asombro al ver al jefe de Estado haciendo abluciones mágicas, rociándose las espaldas “y el pechito” con los enjuagues de los brujos y corriendo el riesgo de coger una pul­monía al bañarse en las heladas lagunas de una hechicería? ¿Hizo todo aquello por juego, por divertirse, por seguir lla­mando la atención y permanecer en el centro de la noticia o por cumplir con ritos en los que cree?... ¡Cosa curiosa! Hitler también creía en ellos y en los astros, aunque en secreto, para no alar­mar a Alemania.

¿Cómo no quedar estupefactos, sin poder hallar los términos adecuados, las razones precisas, para expresar con vigor la indignación que produce observar el aberrante espectáculo que ofrece la Su­prema Corte Militar, imponiéndose constantemente a la Justicia Civil? Se impuso, a la mala, para castigar benignamente a los asesinos de La Cantuta, para silenciar a notables narcotraficantes como El Vati­cano y, ahora, con toda seguridad, se impondrá para enmudecer al llamado El Negro; mientras va logrando impedir que prospere la acción judicial sobre el crimen masivo de Barrios Altos.

¿Cómo no quedar con la palabra cor­tada, sin aliento para expresar la repulsa que provoca tan penosa situación, al tener que presenciar casi a diario a la Suprema Corte Militar, dedicada desde hace un buen tiempo a pisotear, sin mi­ramiento alguno de fondo ni de forma, los derechos ciudadanos de los militares en retiro que tuvieron el coraje de hacer públicas sus opiniones, sea contra la política del régimen -caso Salinas, Cisne­ros, etc.- o contra la pésima conducción de las operaciones militares en el recien­te conflicto con el Ecuador, que es el “delito” cometido por los generales Mau­ricio y Ledesma y por muchos otros expertos en cuestiones bélicas? ¡Como si la Constitución del Estado no otorgara plenos derechos civiles, entre ellos la elemental opción de opinar libremente, a los militares retirados!

¿Cómo no apretar las manos por la impotencia que se siente al ‘contemplar’ el vil ensañamiento de ese Tribunal Militar con uno de los oficiales más distingui­dos de nuestro Ejército, el general de división Carlos Mauricio? ¡Cómo no comprender su indignación, su rabia, sus alzas de la presión arterial, al verse maltratado, pisoteado, por unos subalternos que cumplen órdenes políticas para con­denarlo por haber ejercido su derecho cívico a opinar en defensa del honor de su Ejército, en el que ganó sus estrellas de divisionario por su capacidad, su hom­bría de bien y no por aceptar tristes papeles como el que está haciendo ese Tribunal de marionetas, integrado por militares en actividad o sea sujetos al mando de quienes se sienten agraviados por las opiniones de los generales Ledes­ma, Mauricio, Salinas, Cisneros, etc.! Todos ellos oficiales que tuvieron el más alto rango en nuestro Ejército.

Pero para que no se diga que me dejo llevar por el hígado en mis críticas a las aberraciones que muchas veces se obser­van en la conducta del gobierno, cederé el saldo de esta columna a un economista argentino, liberal para más señas, que observa a nuestro país desde lejos, con la frialdad de un estudioso de la economía. Su opinión -anterior a muchos de los hechos aquí mencionados y que me han dejado mudo de espanto- ha aparecido en un diario norteamericano y se basan en recientes declaraciones del presidente Fujimori. He aquí algunos párrafos del artículo del economista argentino Alberto Benegas Lynch, titulado “Fujimori con­funde su función”:

El país no es una empresa. Una sociedad libre es, por definición, plura­lista. Los fines de las personas son muy diversos. En este contexto, la función esencial del gobierno consiste en pro­teger los derechos de las personas, para lo cual se requiere una justicia inde­pendiente y un marco institucional que limite el poder. Si un gobernante actúa como un gerente de una empresa debe­rá dictar las medidas pertinentes para que se cumplan sus programas y plani­ficaciones, lo cual implica que deberá instruir a ‘“sus subordinados” a que si­gan esos planes. Con lo que se estarán violentando los derechos de las perso­nas, ya que el gobernante se habrá excedido en sus funciones específicas, al tiempo que se afectará severamente el funcionamiento del mercado.

El Cronista de Buenos Aires acaba de reproducir una noticia aparecida en el Financial Times de Londres, titulada Fujimori asumió la función de ge­rente para dirigir Perú como una compañía. El contenido de la nota, fir­mada por Sally Bowen, resulta preocu­pante y, por momentos, alarmante. En el cable de marras Fujimori dice: “Modes­tia aparte, a muchos pueblos les gustaría tener un presidente como yo y (el mun­do) está lleno de jefes de Estado que sien­ten cierta admiración por mí”. Lo último puede ser cierto en algunos casos, pero sostener lo primero es subestimar gran­demente la opinión de personas que creen a pie juntillas en el funcionamiento irrestricto de marcos institucionales com­patibles con un régimen republicano y que no creen que un país deba dirigirse como una empresa. En este sentido, siempre en la referida nota, se afirma que “Fujimori se ubica en el cargo de gerente general que, desde arriba, supervisa todo por teléfono a través de su famosa com­putadora Toshiba”. Termina la nota del Financial Times citando una pregunta que se le hace al presidente Fujimori: “¿Qué pasaría con Perú si el helicóptero presidencial se estrellara o si una bala asesina diera en el blanco?” La respuesta es patética: “No se preocupe, seguiré ma­nejando el país desde el cielo”.
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Se pone de manifiesto mucha igno­rancia al sostener que existe una corre­lación entre la actividad empresarial y la actividad gubernamental. Por otro lado y para terminar, resulta oportuno recordar un pensamiento de Wilhelm Roepke a los distraídos que circunscri­ben su atención en los aspectos pura­mente crematísticos: “La diferencia entre una sociedad libre y una autorita­ria no estriba en que en la primera se producen más heladeras y ham­burguesas. La diferencia radica en la adopción de concepciones ético institu­cionales opuestas”.

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