En un mundo políticamente irracional, donde, por un lado, asistimos a la portentosa presencia del ingenio humano en la sideral atmósfera de Júpiter y, por otro, observamos las atroces -espeluznantes- matanzas de Bosnia y Chechenia, acaso parezcan sainetes las tragedias y los triunfos que nos rodean a los peruanos. Pero pueda que no tanto si tomamos en cuenta la relatividad de las cosas y si pensamos que siempre es uno mismo el eje del universo. Porque siendo descomunal la hazaña de visitar Júpiter -aunque sólo sea por medio de sondas espaciales y más que aborrecible la irresolución con la que mira Europa las horrendas salvajadas que ocurren en Bosnia, en el propio territorio europeo, no deja -guardando las distancias- de ser dramática para nosotros la realidad peruana de estos días, de indudables logros económicos -cierto que sin llegar todavía a los peruanos de a pie- y, a la vez, de vergonzosas caídas en los abismos de la incultura cívica. Mejor dicho: más que caídas, recaídas en el primitivismo político.
Hace años, un hombre pintoresco pero de aguda percepción de su ambiente, el iqueño don Temístocles Rocha, expresaba así, desafiante, el carácter del autoritarismo odriísta del que él era capitoste:
-¿Qué importa la Constitución si somos la mayoría?
Exactamente el mismo pensamiento que en estos días han expresado dos damas, de pantalones puestos y representativos del régimen fujimorista, las dos del mismo nombre: Martha. Las dos con t y h. Y ninguna de ellas chacarera como don Temístocles sino mujeres ilustradas, con título académico, y una de ellas de renombre internacional.
Para las señoras Chávez y Hildebrandt -aquí sí igualadas en ideas, en ideología, con don Temístocles Rocha- las mayorías mandan y no han sido elegidas para perder tiempo en discusiones con las minorías sino para “hacer las cosas que se tienen que hacer en el momento indicado...”
Razones sin duda recias, elementales, como las del rucio de Sancho Panza... Pero por ello nada valederas. No están dirigidas a convencer sino a imponerse. Y sin duda se impondrán mientras las mayorías sigan prefiriendo doblegarse a reclamar sus derechos y mientras la fuerza de las armas, como en tiempos de Odría, respalden la filosofía -la ideología- del pragmatismo, del que manda porque tiene más votos en el Congreso y las armas de los cuarteles, aunque ordene disparates revestidos de sedas que parezcan sensateces.
No, señoras y señores de la mayoría, el mandato del pueblo no obliga a las mayorías a mandar sino a gobernar, con la disciplina severa de la ley, y a respetar los derechos de las minorías. Eso es democracia. Imponerse por medio de las bayonetas o por proyectos “sorpresa” en el Parlamento no es gobernar; eso es autoritarismo, es cesarismo, es capricho napoleónico.
Naturalmente que la democracia sería aberrante -aparte de ser un imposible- si fuera la imposición de las minorías. Seria el desorden, la anarquía. Pero esto no quiere decir que las minorías deban estar pintadas en la pared. Democracia es diálogo y no puede haber diálogo si no hay dos o más planteamientos contrapuestos. Y democracia -igual que diálogo- también es meditación, es doble instancia, es la negación del apresuramiento por hacer. Alguna razón habrá para que en todas las democracias bien asentadas, en las comunidades altamente desarrolladas, nunca deje de haber un Senado, que es la parte reflexiva de la institución parlamentaria, el hemiciclo de la meditación, donde madura la confrontación habida en la Cámara Baja.
Mandar al caballazo no es gobernar, es desgobernar un país, es habituarlo al acatamiento ciego y temeroso, no es formar ciudadanos sino reclutas. Y con reclutas se puede ir a la guerra no a la conquista de un puesto en la comunidad de las naciones desarrolladas o, como se dice ahora, en la modernidad.
Esta es una verdad tan firme como un templo y, desgraciadamente, el distintivo principal del régimen fujimorista es ese estilo: prepotente, autoritario, aunque lo niegue la señora Chávez, quien no logra captar que es autoritarismo y del peor el declarar -como ella acaba de hacerlo- que seguirán habiendo “leyes de medianoche” porque “el trabajo nocturno honra a quienes lo hacen”, añadiendo que “no hay que cuidarse demasiado de lo que dice la prensa, ni tener timidez a ejercer mayoría”.
Pero, peor aún: este régimen no se cansa de demostrar que es él la única autoridad, la única institución que ordena y dispone en el país. No otra cosa significa, por ejemplo, la reciente amonestación de amedrentamiento que el gobierno le ha hecho llegar, indirecta, mente por medio de la Corte, a la jueza Antonia Saquicuray, por el delito de haber actuado en conciencia y fallado que la Ley de Amnistía, por recta interpretación constitucional, no alcanzaba a los asesinos de Barrios Altos. Esto es algo más que el “¿qué importa la Constitución si somos mayoría?”. Es la vigilancia y control que sobre toda la institucionalidad nacional ejerce, de manera secreta y sutil, un Poder Ejecutivo no tan claro y explícito como aparece. Un etilo de gobernar que en todas partes del mundo se entiende como fascismo.
Hace años, un hombre pintoresco pero de aguda percepción de su ambiente, el iqueño don Temístocles Rocha, expresaba así, desafiante, el carácter del autoritarismo odriísta del que él era capitoste:
-¿Qué importa la Constitución si somos la mayoría?
Exactamente el mismo pensamiento que en estos días han expresado dos damas, de pantalones puestos y representativos del régimen fujimorista, las dos del mismo nombre: Martha. Las dos con t y h. Y ninguna de ellas chacarera como don Temístocles sino mujeres ilustradas, con título académico, y una de ellas de renombre internacional.
Para las señoras Chávez y Hildebrandt -aquí sí igualadas en ideas, en ideología, con don Temístocles Rocha- las mayorías mandan y no han sido elegidas para perder tiempo en discusiones con las minorías sino para “hacer las cosas que se tienen que hacer en el momento indicado...”
Razones sin duda recias, elementales, como las del rucio de Sancho Panza... Pero por ello nada valederas. No están dirigidas a convencer sino a imponerse. Y sin duda se impondrán mientras las mayorías sigan prefiriendo doblegarse a reclamar sus derechos y mientras la fuerza de las armas, como en tiempos de Odría, respalden la filosofía -la ideología- del pragmatismo, del que manda porque tiene más votos en el Congreso y las armas de los cuarteles, aunque ordene disparates revestidos de sedas que parezcan sensateces.
No, señoras y señores de la mayoría, el mandato del pueblo no obliga a las mayorías a mandar sino a gobernar, con la disciplina severa de la ley, y a respetar los derechos de las minorías. Eso es democracia. Imponerse por medio de las bayonetas o por proyectos “sorpresa” en el Parlamento no es gobernar; eso es autoritarismo, es cesarismo, es capricho napoleónico.
Naturalmente que la democracia sería aberrante -aparte de ser un imposible- si fuera la imposición de las minorías. Seria el desorden, la anarquía. Pero esto no quiere decir que las minorías deban estar pintadas en la pared. Democracia es diálogo y no puede haber diálogo si no hay dos o más planteamientos contrapuestos. Y democracia -igual que diálogo- también es meditación, es doble instancia, es la negación del apresuramiento por hacer. Alguna razón habrá para que en todas las democracias bien asentadas, en las comunidades altamente desarrolladas, nunca deje de haber un Senado, que es la parte reflexiva de la institución parlamentaria, el hemiciclo de la meditación, donde madura la confrontación habida en la Cámara Baja.
Mandar al caballazo no es gobernar, es desgobernar un país, es habituarlo al acatamiento ciego y temeroso, no es formar ciudadanos sino reclutas. Y con reclutas se puede ir a la guerra no a la conquista de un puesto en la comunidad de las naciones desarrolladas o, como se dice ahora, en la modernidad.
Esta es una verdad tan firme como un templo y, desgraciadamente, el distintivo principal del régimen fujimorista es ese estilo: prepotente, autoritario, aunque lo niegue la señora Chávez, quien no logra captar que es autoritarismo y del peor el declarar -como ella acaba de hacerlo- que seguirán habiendo “leyes de medianoche” porque “el trabajo nocturno honra a quienes lo hacen”, añadiendo que “no hay que cuidarse demasiado de lo que dice la prensa, ni tener timidez a ejercer mayoría”.
Pero, peor aún: este régimen no se cansa de demostrar que es él la única autoridad, la única institución que ordena y dispone en el país. No otra cosa significa, por ejemplo, la reciente amonestación de amedrentamiento que el gobierno le ha hecho llegar, indirecta, mente por medio de la Corte, a la jueza Antonia Saquicuray, por el delito de haber actuado en conciencia y fallado que la Ley de Amnistía, por recta interpretación constitucional, no alcanzaba a los asesinos de Barrios Altos. Esto es algo más que el “¿qué importa la Constitución si somos mayoría?”. Es la vigilancia y control que sobre toda la institucionalidad nacional ejerce, de manera secreta y sutil, un Poder Ejecutivo no tan claro y explícito como aparece. Un etilo de gobernar que en todas partes del mundo se entiende como fascismo.
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