La reacción, cuasi festejante, del oficialismo ante el terrorífico coche-bomba estallado en las puertas, de la casa del más connotado parlamentario de Cambio, Víctor Joy Way, ha dado pie a que algún observador acucioso del hecho haya abierto dudas sobre el origen del atentado. Tanto los titulares de Expreso como las declaraciones del propio afectado por la explosión y de los altos voceros del régimen, celebrando el haber obtenido, como caído del cielo, un argumento para intentar una justificación a las groseras leyes de amnistía, han desconcertado a muchos y no es de extrañar que haya surgido la sospecha de que la bomba en casa de Joy Way haya sido un “atentado” fraguado en las entrañas del poder.
En OIGA no creemos que las cosas sean así. Significaría achacarle al gobierno una maldad diabólica, tan sin piedad, que resulta impensable, ni siquiera como hipótesis de trabajo. Y como, por otro lado, es imposible que el llamado grupo Colina pueda actuar de espaldas a los altos conductores del régimen, más bien sería razonable ver en el hecho otra prueba de que Sendero Luminoso sigue reconstruyendo su maquinaria de muerte. Se trataría de un acto aleve de terror que puso en riesgo la vida de los familiares y custodios de una de las mentes más lúcidas del gobierno; de un acto que alarma porque afecta al desarrollo nacional, a todos los peruanos, pues vuelve a poner en cuarentena la imagen del Perú en el exterior y daña al turismo, uno de los potenciales mayores que tenemos para impulsar ya, ahora, el crecimiento sostenido del ingreso de divisas; se trataría de un acto de salvajismo sólo imputable a Sendero.
Pero ¿por qué ha reaccionado el oficialismo como lo ha hecho?
Simplemente por el tremendo complejo de culpa que le han echado a las espaldas las leyes de amnistía: la que ha puesto en libertad a condenados por asesinatos horrendos y la que prepotente, abusivamente, ha dado normas anticonstitucionales para impedir que la Justicia haga un mínimo de Justicia. Dos leyes que interfieren la independencia de otro de los poderes del Estado e impiden se continúe investigando el caso Barrios Altos, el exterminio a sangre fría de los asistentes a una pollada popular.
Han creído Expreso y el propio Joy Way que era posible aplacar la espantada protesta ciudadana contra las leyes de impunidad ventilando en grande el bombazo de La Molina Vieja y usándolo como pretexto para reclamar unidad nacional contra el terrorismo y para lanzar al aire, como palomas, intensos reclamos de paz. Tras lo cual se esconde un enorme contrabando: tratar de convencer al país de que la unidad sólo se puede lograr congregándose bajo el mando de Fujimori e instando al pueblo a creer que la paz debe significar la reconciliación entre sí de todos los peruanos opuestos al terrorismo senderista. O sea, se nos abre como obligatorio el absurdo camino del sometimiento a los continuos despropósitos y arbitrariedades del régimen y al abominable reconocimiento de que los asesinos de La Cantuta y Barrios Altos son tan dignos de respeto como los generales Salinas, Robles, Mauricio, y que debemos abrazamos con ellos todos los peruanos que repudiamos a Sendero, porque, aunque equivocados en su modo de actuar, ellos fueron nuestros defensores contra el terrorismo. Algo alucinante, disparatado y tenebroso, que parte de gravísimos errores conceptuales, y también de infantiles reacciones, que no puede ser aceptado por la ciudadanía consciente, aún cuando, hasta hoy, estos contrabandos vengan pasando con facilidad y hasta sean bien recibidos por las multitudes de abajo y de arriba. La cultura chicha imperante hace que el público actúe como robot, por el simple temor a que, sin Fujimori, se acabe la tranquilidad y la esperanza logradas en los últimos años.
Responderé por partes a tan falaces argumentos.
Por lo pronto, el caso del Perú no tiene relación alguna con los procesos de transición a la democracia producidos en España y Chile. En esos dos países se da una guerra civil, descomunalmente mayor en el primero. Y la reconciliación es entre combatientes de estas guerras. Guerras tan puntualmente ideológicas que en Chile la amnistía dada durante el gobierno de Pinochet no alcanzó a los crímenes calificados como el de Letelier, hoy en el candelero. Aquí no ha habido tal encuentro, bélico y fraticida, sino algo parecido a lo que ocurre en Colombia: un enfrentamiento entre el Estado peruano y una banda armada dedicada a tener en vilo al país por medio de actos de terror, actos que, como en Colombia, por muy cruentos y espantosos que sean, no han puesto nunca en riesgo la seguridad interna de la República. Ni en el Perú ni en Colombia las guerrillas tuvieron alguna posibilidad de derrotar a los ejércitos de una u otra nación. Para que una guerrilla -por medios terroristas o de lucha abierta pueda colocarse en parangón con una Fuerza Armada, tiene que tener un consistente apoyo militar externo -caso Vietnam- y un sólido respaldo popular! Hecho este último que jamás se produjo en el Perú, ni siquiera en los momentos culminantes de las arremetidas terroristas. En todas las elecciones de los últimos quince años, los votos blancos, nulos o ultras, que podrían calcularse como afines a Sendero, no han llegado a más del 3 ó 4 por ciento. Y si ese fue el volumen en años pasados, mucho menor será ahora que los terrorismos marxistas están en declive en el mundo entero, donde se va despuntando más bien la violencia del fundamentalismo islámico. (El tema se desarrolla en la sección En el Perú). Lo que no quiere decir que el desgaste sicológico producido por el terrorismo, así como sus efectos desestabilizadores en la economía, no puedan descuajeringar a un país.
¿Cómo se puede hablar de paz cuando no ha habido guerra? Porque no es de creer que la paz a la que se refiere el oficialismo sea la paz conversada con Abimael Guzmán, o sea con Sendero.
Y en cuanto a la reconciliación de los asesinos de La Cantuta con los militares que, cumpliendo obligatorias normas constitucionales, conspiraron contra el gobierno surgido del golpe militar del 5 de abril del 92 o con los retirados que declararon en contra del régimen por mandato de sus conciencias, es algo tan aberrante que no merece gastar lápiz para tocar el tema.
¿Por qué la razón, la mesura conceptual, el juicio sano, aunque lleno de pasión, estarán tan ausentes de la vida nacional?
En OIGA no creemos que las cosas sean así. Significaría achacarle al gobierno una maldad diabólica, tan sin piedad, que resulta impensable, ni siquiera como hipótesis de trabajo. Y como, por otro lado, es imposible que el llamado grupo Colina pueda actuar de espaldas a los altos conductores del régimen, más bien sería razonable ver en el hecho otra prueba de que Sendero Luminoso sigue reconstruyendo su maquinaria de muerte. Se trataría de un acto aleve de terror que puso en riesgo la vida de los familiares y custodios de una de las mentes más lúcidas del gobierno; de un acto que alarma porque afecta al desarrollo nacional, a todos los peruanos, pues vuelve a poner en cuarentena la imagen del Perú en el exterior y daña al turismo, uno de los potenciales mayores que tenemos para impulsar ya, ahora, el crecimiento sostenido del ingreso de divisas; se trataría de un acto de salvajismo sólo imputable a Sendero.
Pero ¿por qué ha reaccionado el oficialismo como lo ha hecho?
Simplemente por el tremendo complejo de culpa que le han echado a las espaldas las leyes de amnistía: la que ha puesto en libertad a condenados por asesinatos horrendos y la que prepotente, abusivamente, ha dado normas anticonstitucionales para impedir que la Justicia haga un mínimo de Justicia. Dos leyes que interfieren la independencia de otro de los poderes del Estado e impiden se continúe investigando el caso Barrios Altos, el exterminio a sangre fría de los asistentes a una pollada popular.
Han creído Expreso y el propio Joy Way que era posible aplacar la espantada protesta ciudadana contra las leyes de impunidad ventilando en grande el bombazo de La Molina Vieja y usándolo como pretexto para reclamar unidad nacional contra el terrorismo y para lanzar al aire, como palomas, intensos reclamos de paz. Tras lo cual se esconde un enorme contrabando: tratar de convencer al país de que la unidad sólo se puede lograr congregándose bajo el mando de Fujimori e instando al pueblo a creer que la paz debe significar la reconciliación entre sí de todos los peruanos opuestos al terrorismo senderista. O sea, se nos abre como obligatorio el absurdo camino del sometimiento a los continuos despropósitos y arbitrariedades del régimen y al abominable reconocimiento de que los asesinos de La Cantuta y Barrios Altos son tan dignos de respeto como los generales Salinas, Robles, Mauricio, y que debemos abrazamos con ellos todos los peruanos que repudiamos a Sendero, porque, aunque equivocados en su modo de actuar, ellos fueron nuestros defensores contra el terrorismo. Algo alucinante, disparatado y tenebroso, que parte de gravísimos errores conceptuales, y también de infantiles reacciones, que no puede ser aceptado por la ciudadanía consciente, aún cuando, hasta hoy, estos contrabandos vengan pasando con facilidad y hasta sean bien recibidos por las multitudes de abajo y de arriba. La cultura chicha imperante hace que el público actúe como robot, por el simple temor a que, sin Fujimori, se acabe la tranquilidad y la esperanza logradas en los últimos años.
Responderé por partes a tan falaces argumentos.
Por lo pronto, el caso del Perú no tiene relación alguna con los procesos de transición a la democracia producidos en España y Chile. En esos dos países se da una guerra civil, descomunalmente mayor en el primero. Y la reconciliación es entre combatientes de estas guerras. Guerras tan puntualmente ideológicas que en Chile la amnistía dada durante el gobierno de Pinochet no alcanzó a los crímenes calificados como el de Letelier, hoy en el candelero. Aquí no ha habido tal encuentro, bélico y fraticida, sino algo parecido a lo que ocurre en Colombia: un enfrentamiento entre el Estado peruano y una banda armada dedicada a tener en vilo al país por medio de actos de terror, actos que, como en Colombia, por muy cruentos y espantosos que sean, no han puesto nunca en riesgo la seguridad interna de la República. Ni en el Perú ni en Colombia las guerrillas tuvieron alguna posibilidad de derrotar a los ejércitos de una u otra nación. Para que una guerrilla -por medios terroristas o de lucha abierta pueda colocarse en parangón con una Fuerza Armada, tiene que tener un consistente apoyo militar externo -caso Vietnam- y un sólido respaldo popular! Hecho este último que jamás se produjo en el Perú, ni siquiera en los momentos culminantes de las arremetidas terroristas. En todas las elecciones de los últimos quince años, los votos blancos, nulos o ultras, que podrían calcularse como afines a Sendero, no han llegado a más del 3 ó 4 por ciento. Y si ese fue el volumen en años pasados, mucho menor será ahora que los terrorismos marxistas están en declive en el mundo entero, donde se va despuntando más bien la violencia del fundamentalismo islámico. (El tema se desarrolla en la sección En el Perú). Lo que no quiere decir que el desgaste sicológico producido por el terrorismo, así como sus efectos desestabilizadores en la economía, no puedan descuajeringar a un país.
¿Cómo se puede hablar de paz cuando no ha habido guerra? Porque no es de creer que la paz a la que se refiere el oficialismo sea la paz conversada con Abimael Guzmán, o sea con Sendero.
Y en cuanto a la reconciliación de los asesinos de La Cantuta con los militares que, cumpliendo obligatorias normas constitucionales, conspiraron contra el gobierno surgido del golpe militar del 5 de abril del 92 o con los retirados que declararon en contra del régimen por mandato de sus conciencias, es algo tan aberrante que no merece gastar lápiz para tocar el tema.
¿Por qué la razón, la mesura conceptual, el juicio sano, aunque lleno de pasión, estarán tan ausentes de la vida nacional?
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