Era difícil hallar una explicación más clara y concluyente -aunque nos avergüence- sobre el resultado electoral de abril que la expresada por el señor Torrado, alto ejecutivo de la encuestadora Datum. Sin ningún rebuscamiento, Manuel Torrado afirmó -palabras menos, palabras más- que la mayoría de los peruanos de hoy identifica democracia con partidos políticos y con Alan García, con desorden, corrupción, inoperancia, retraso y desesperanza, con un camino ya trillado. Mientras que la figura del presidente Fujimori les representa a los peruanos, justamente por autocrático, eficiencia, orden, disciplina, esperanzas de mejora para el futuro; y, por su origen humilde, mayor comprensión de sus problemas, así como, por su ascendencia japonesa, posibilidad de ayuda masiva de un país rico y poderoso.
Para no pocos analistas, dados al alambicamiento de los conceptos, con afición a la sutileza por la sutileza misma, la explicación de Torrado les parecerá demasiado simplista. Y quien sabe tengan razón, aunque sin advertir que así de simple es la lectura correcta del proceso electoral recién concluido. Después de los hechos, no hay análisis más cabal de la tendencia del voto peruano actual que la sencillísima observación de Torrado. Todo esto, claro está, al margen del ausentismo, el mayor de nuestra historia, y del vergonzante torrente de votos nulos, que es ya otro tema, a tratar en nota aparte.
Viendo así las cosas: ¿qué se pudo hacer para revertir esa tendencia del electorado y qué se puede hacer ahora para explicarle al pueblo -también integrado por las clases altas- que su visión de la política es errada, tramposa, sin horizonte?
En cuanto a lo primero sólo cabe reconocer que la tarea que se propuso el doctor Javier Pérez de Cuéllar era casi un imposible, más todavía con los medios que dispuso. Era como subir al Himalaya sin calzado y sin abrigo. Pérez de Cuéllar, representando a la democracia, estuvo absolutamente huérfano de ayuda. Y también es necesario reconocer que la autocracia, además de contar a su favor con todos los medios habidos y por haber, tuvo la enorme habilidad de dedicar gran parte de sus energías y su tiempo a desprestigiar a los partidos y a lograr que la ciudadanía identificara democracia con Alan García y corrupción, con los blancos y la rapiña tradicional de la clase dirigente -cuyo rabioso fujimorismo fue muy bien escondido-; a lo que se añadió el descaro de no ocultar la prepotencia del gobierno, a sabiendas de que las masas respetan al más fuerte.
No hubo pues, cómo revertir la tendencia del electorado en el proceso electoral. Tanto por la falta de recursos en el lado democrático como por la habilidad del adversario en el poder.
Pero, en fin, todo esto es el pasado; es leche derramada, es página que hay que voltear para no dormirnos sobre ella esperando la extinción.
Miremos el porvenir. Un porvenir no demasiado promisor para quienes creemos en la democracia como la fórmula no sólo más justa sino la más eficaz -por su continuidad sostenida- para vivir en sociedad. No es entusiasmante, por ejemplo, la exitosa persistencia en las campañas confusionistas y los operativos sicosociales del régimen, destinados a menguar los valores democráticos y a desprestigiar a los demócratas más notables, como Vargas Llosa y Pérez de Cuéllar; operativos apoyados con vigor y descaro por los medios masivos de comunicación. Y menos alentador aún es tener que reconocer que el esquema que ha guiado a los electores no deja, en algunos casos, de responder positivamente frente a la realidad: el autoritarismo es más rápido para hallar soluciones a los problemas y parece más eficiente en la práctica. Y la imagen esperanzadora crece cuando el líder del “nuevo” sistema, es el caso del presidente Fujimori, prueba que sabe conectar con el pueblo, que usa con medida la audacia -siempre cautivadora para las masas- y que se prodiga sin medida en el trabajo.
¿Cómo responder a esto?
No es fácil explicar que hay mucho de ilusión y de engaño en el planteamiento -resumido por Torrado- que tiene encandiladas a las multitudes peruanas y las hizo votar por esa entelequia difusa que se titula Cambio 90-Nueva Mayoría. ¿De qué valen las razones sobre el peso que tiene en la liquidación de Sendero Luminoso la caída del Muro de Berlín, si el que exhibió enjaulado a Abimael Guzmán fue Fujimori? A quién le interesa saber que no hay vida política democrática sin partidos, sin respeto a las minorías, sin pluralidad de opiniones, sin instituciones firmes e independientes si el que construye caminos y colegios en las barriadas, destruyendo la agricultura, es Fujimori? ¿Acaso no es cierto que somos minoría de minorías los medios de expresión que no creemos sano un sistema que cada día se parece más al PRI mexicano, con añadidos inspirados con toda claridad en las autocracias del extremo Oriente? ¿Qué se gana explicando, si nadie quiere oír, que Cambio 90-Nueva Mayoría es un partido político con todas las peores lacras y sumisiones de los partidos de hoy, de ayer y de siempre, porque el ser humano, desde que se constituyó en tribu y en sociedad, nunca ha dejado de estar dividido o unido en partidos? Eso del no-partido es una estulticia, una necedad de analfabetos o picardía de políticos muy jugados.
¿Nada se gana, entonces, con buscar la verdad?
Se gana por lo pronto el rescate de la propia dignidad, que es ya bastante; y se cumple con el Maestro -Unamuno- quien dijo que “la más miserable de todas las miserias, la más repugnante y apestosa argucia de la cobardía es esa de decir que nada se adelanta con denunciar al ladrón y al majadero”.
Es posible que en los próximos años no haya oídos para la razón ni para la sensatez y que el eclipse de la democracia llegue, sin que muchos lo adviertan, a niveles hasta ahora desconocidos en este país. ¿Acaso no se ha llegado ya a una confusión tal que es difícil distinguir hoy entre la verdad y la mentira, entre la broma y el insulto, entre un reo y un empresario?... Pero espero, sin embargo, no perder la oportunidad de poner un grano de arena para tratar de evitar que se cumpla éste tan negro presagio. No quiero perder la esperanza de que una oposición razonada pueda servir para que la eficiencia del régimen no se ensucie con la arbitrariedad y el abuso.
Y, sobre todo, no quiero sentirme amordazado, no me da la gana de callar cuando siento náuseas al leer a Manuel D’Ornellas tratando de ofender al doctor Javier Pérez de Cuéllar enrostrándole su edad -como si D’Ornellas fuera joven- y negándole el derecho a hacer política en su patria; o cuando me dan ganas de vomitar al revisar las primeras planas de los diarios en las que se acusa a Mario Vargas Llosa de hacer renuncia a su tierra, a su peruanidad, porque ha podido cumplir un viejo anhelo: vender un inmueble, en el que habitó unos pocos años, para contar con un penthouse en lo alto del edificio que allí se construya, frente al mar del Perú, el país en el que nació y al que no deja de añadirle glorias con sus triunfos en el mundo.
Para no pocos analistas, dados al alambicamiento de los conceptos, con afición a la sutileza por la sutileza misma, la explicación de Torrado les parecerá demasiado simplista. Y quien sabe tengan razón, aunque sin advertir que así de simple es la lectura correcta del proceso electoral recién concluido. Después de los hechos, no hay análisis más cabal de la tendencia del voto peruano actual que la sencillísima observación de Torrado. Todo esto, claro está, al margen del ausentismo, el mayor de nuestra historia, y del vergonzante torrente de votos nulos, que es ya otro tema, a tratar en nota aparte.
Viendo así las cosas: ¿qué se pudo hacer para revertir esa tendencia del electorado y qué se puede hacer ahora para explicarle al pueblo -también integrado por las clases altas- que su visión de la política es errada, tramposa, sin horizonte?
En cuanto a lo primero sólo cabe reconocer que la tarea que se propuso el doctor Javier Pérez de Cuéllar era casi un imposible, más todavía con los medios que dispuso. Era como subir al Himalaya sin calzado y sin abrigo. Pérez de Cuéllar, representando a la democracia, estuvo absolutamente huérfano de ayuda. Y también es necesario reconocer que la autocracia, además de contar a su favor con todos los medios habidos y por haber, tuvo la enorme habilidad de dedicar gran parte de sus energías y su tiempo a desprestigiar a los partidos y a lograr que la ciudadanía identificara democracia con Alan García y corrupción, con los blancos y la rapiña tradicional de la clase dirigente -cuyo rabioso fujimorismo fue muy bien escondido-; a lo que se añadió el descaro de no ocultar la prepotencia del gobierno, a sabiendas de que las masas respetan al más fuerte.
No hubo pues, cómo revertir la tendencia del electorado en el proceso electoral. Tanto por la falta de recursos en el lado democrático como por la habilidad del adversario en el poder.
Pero, en fin, todo esto es el pasado; es leche derramada, es página que hay que voltear para no dormirnos sobre ella esperando la extinción.
Miremos el porvenir. Un porvenir no demasiado promisor para quienes creemos en la democracia como la fórmula no sólo más justa sino la más eficaz -por su continuidad sostenida- para vivir en sociedad. No es entusiasmante, por ejemplo, la exitosa persistencia en las campañas confusionistas y los operativos sicosociales del régimen, destinados a menguar los valores democráticos y a desprestigiar a los demócratas más notables, como Vargas Llosa y Pérez de Cuéllar; operativos apoyados con vigor y descaro por los medios masivos de comunicación. Y menos alentador aún es tener que reconocer que el esquema que ha guiado a los electores no deja, en algunos casos, de responder positivamente frente a la realidad: el autoritarismo es más rápido para hallar soluciones a los problemas y parece más eficiente en la práctica. Y la imagen esperanzadora crece cuando el líder del “nuevo” sistema, es el caso del presidente Fujimori, prueba que sabe conectar con el pueblo, que usa con medida la audacia -siempre cautivadora para las masas- y que se prodiga sin medida en el trabajo.
¿Cómo responder a esto?
No es fácil explicar que hay mucho de ilusión y de engaño en el planteamiento -resumido por Torrado- que tiene encandiladas a las multitudes peruanas y las hizo votar por esa entelequia difusa que se titula Cambio 90-Nueva Mayoría. ¿De qué valen las razones sobre el peso que tiene en la liquidación de Sendero Luminoso la caída del Muro de Berlín, si el que exhibió enjaulado a Abimael Guzmán fue Fujimori? A quién le interesa saber que no hay vida política democrática sin partidos, sin respeto a las minorías, sin pluralidad de opiniones, sin instituciones firmes e independientes si el que construye caminos y colegios en las barriadas, destruyendo la agricultura, es Fujimori? ¿Acaso no es cierto que somos minoría de minorías los medios de expresión que no creemos sano un sistema que cada día se parece más al PRI mexicano, con añadidos inspirados con toda claridad en las autocracias del extremo Oriente? ¿Qué se gana explicando, si nadie quiere oír, que Cambio 90-Nueva Mayoría es un partido político con todas las peores lacras y sumisiones de los partidos de hoy, de ayer y de siempre, porque el ser humano, desde que se constituyó en tribu y en sociedad, nunca ha dejado de estar dividido o unido en partidos? Eso del no-partido es una estulticia, una necedad de analfabetos o picardía de políticos muy jugados.
¿Nada se gana, entonces, con buscar la verdad?
Se gana por lo pronto el rescate de la propia dignidad, que es ya bastante; y se cumple con el Maestro -Unamuno- quien dijo que “la más miserable de todas las miserias, la más repugnante y apestosa argucia de la cobardía es esa de decir que nada se adelanta con denunciar al ladrón y al majadero”.
Es posible que en los próximos años no haya oídos para la razón ni para la sensatez y que el eclipse de la democracia llegue, sin que muchos lo adviertan, a niveles hasta ahora desconocidos en este país. ¿Acaso no se ha llegado ya a una confusión tal que es difícil distinguir hoy entre la verdad y la mentira, entre la broma y el insulto, entre un reo y un empresario?... Pero espero, sin embargo, no perder la oportunidad de poner un grano de arena para tratar de evitar que se cumpla éste tan negro presagio. No quiero perder la esperanza de que una oposición razonada pueda servir para que la eficiencia del régimen no se ensucie con la arbitrariedad y el abuso.
Y, sobre todo, no quiero sentirme amordazado, no me da la gana de callar cuando siento náuseas al leer a Manuel D’Ornellas tratando de ofender al doctor Javier Pérez de Cuéllar enrostrándole su edad -como si D’Ornellas fuera joven- y negándole el derecho a hacer política en su patria; o cuando me dan ganas de vomitar al revisar las primeras planas de los diarios en las que se acusa a Mario Vargas Llosa de hacer renuncia a su tierra, a su peruanidad, porque ha podido cumplir un viejo anhelo: vender un inmueble, en el que habitó unos pocos años, para contar con un penthouse en lo alto del edificio que allí se construya, frente al mar del Perú, el país en el que nació y al que no deja de añadirle glorias con sus triunfos en el mundo.
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